Líbano Medio Oriente

A 21 años de la «Masacre de Qana»

qanaQana es una localidad del sur del Líbano, ubicada a menos de 15 km de la frontera israelí. Tiene unos 10.000 habitantes, y casi el 85% de su población es musulmana chiita. La tradición cuenta que fue aquí, y no en la aldea palestina de Caná de Galilea, donde Jesús realizó su primer milagro, en esas famosas bodas en las que convirtió el agua en vino.

El 18 de abril de 1996, Israel disparó contra la localidad, matando a 106 personas, fundamentalmente mujeres y niños, que se refugiaban de una sede de la ONU que fue alcanzada por los misiles. El lugar quedó reducido a escombros. También fueron gravemente heridas otras 120 personas, entre ellas cuatro soldados de la organización internacional. Por entonces, el gobierno israelí todavía ocupaba el sur del Líbano. En marzo habían recrudecido los enfrentamientos entre el ejército del país vecino y las tropas irregulares de Hezbolá.

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Mapa que ubica la localidad de Qana al sur del Líbano, cerca de la frontera israelí

El premier israelí Shimon Peres habló de «errores cartográficos», «mapas desactualizados» y «zonas despobladas», y atribuyó las muertes de los civiles a un error táctico. El centro de la ONU llevaba allí casi dos décadas y la presencia de drones sobrevolando la aldea era diaria. Un soldado de Naciones Unidas, ubicado a 700 m del lugar de los hechos, captó con su cámara el momento del bombardeo. Esa prueba fue suficiente para que los peritos independientes de la ONU determinaran la culpabilidad de Israel, acusado de actuar deliberadamente contra objetivos civiles.

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Chadia Bitar perdió dos hijos en Qana. La foto es de 2003, en una protesta que tuvo lugar en Dearborn (Michigan, Estados Unidos) cuando Peres recibió un premio por su «compromiso con la paz» otorgado por la ONG «Seeds of Peace» (REUTERS/Newscom)

Por ese tiempo yo vivía en Líbano, a unos 70 km de Qana. Recuerdo que, en las semanas previas a la masacre, la presencia de aviones israelíes sobrevolando el cielo libanés y rompiendo la barrera del sonido se había hecho más frecuente. Yo recién llegaba de la escuela. La televisión estaba encendida, inundada de durísimas imágenes, y la indignación en las calles de las principales ciudades se hacía sentir a través de las notas de los periodistas. A mí me asoló un sentimiento de odio muy profundo. Era la primera vez que lo sentía, al menos de manera consciente, y con una fuerza tal que acabó generando una marca en mi memoria. Mis padres, por su parte, estaban discutiendo sobre la seguridad de la zona en la que residíamos. Aunque era poco probable que el conflicto se extendiese a nuestra zona, vimos el desplazamiento de tanques libaneses desde un destacamento cercano hacia la zona de conflicto. Al otro día, las clases fueron atípicas: nadie hablaba de otra cosa. Y entendí que ese sentimiento que me abrazaba era colectivo.

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Con los años, el odio dio paso a la reflexión sobre los actores y los hechos, pero eso no importa aquí. Solo diré que Hezbolá y el gobierno libanés salieron fortalecidos. Israel anunció un cese al fuego pocas horas después. La acción fue condenada por Naciones Unidas, que incluso le exigió al gobierno de Peres el pago de millonarias sumas por la destrucción del edificio. Human Rights Watch y Amnesty International también lamentaron los hechos y apuntaron a Israel.

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Esporádicamente vuelvo sobre esta cita de un libro de Frantz Fanon, que me permite explicar no las voluntades profundas de los gobiernos, sino el sentir todavía más arraigado de los pueblos que han sufrido:

«La agresión colonial se interioriza en Terror en los colonizados. Por esto no entiendo solamente el temor que sienten frente a nuestros inagotables medios de represión, sino también el que les inspira su propio furor. Están arrinconados entre nuestras armas que les apuntan y esas espantosas pulsiones, esos deseos de asesinato que suben desde el fondo de los corazones y que no siempre reconocen: pues no es primero su violencia, es la nuestra, de vuelta, la que crece y los desgarra; y el primer movimiento de estos oprimidos es ocultar profundamente esa cólera inconfesable que su moral y la nuestra reprueban y que no es sin embargo, más que el último reducto de su humanidad, Lean a Fanon: sabrán que, en la época de su impotencia, la locura asesina es el inconsciente colectivo de los colonizados«. (Sartre, J.: «Prólogo», aparece en Fanon, F.: «Los condenados de la tierra», 1961)

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