
Estos días hemos contemplado los límites de la humanidad y la deshumanización mientras las cámaras nos mostraban la crisis de refugiados sirios que golpea a las puertas de Europa y el mundo entero. La imagen de Aylan Kurdi en la playa, imborrable, nos rompe el corazón y nos lleva a pensar cuantos habrán terminado del mismo modo. Muchos políticos de bolsillos llenos y algunos obispos de iglesias vacías han arremetido contra la llegada de estos refugiados. Eligen no comprender quizá que el exilio es un recurso extremo, desmedido, de deslocalización frente al peligro de la propia vida. Con su partida abandonan el idioma, los parientes, la comodidad, el reconocimiento…
Era un viernes por la tarde y estaba terminando el mes de julio, y con él, el tiempo sagrado del Ramadán. El calor en Beirut era insorportable. Los de la universidad habían organizado una visita al campo de refugiados de Chatila. Cuando le comenté a mis tíos el lugar al que me dirigía, me miraron con asombro y reprobación: ese sitio era sinónimo de muerte, robos y anarquía. Eso era Chatila para ellos: el inframundo.

En el campamento de refugiados de Chatila viven unas 18.000 personas, y es una de las zonas más densamente pobladas de la capital libanesa. Creado por la UNRWA en 1949 para recibir a palestinos que abandonaron su país después de la Nakba, se sumaron iraquíes y sirios, expulsados de sus territorios ante la conflictividad más reciente en la última década. Algunos estudios afirman que hoy los palestinos apenas superan el 30% del total de la población.

Éramos unos 40 jóvenes los que llegamos a realizar actividades con los niños del lugar. Algunos hicieron teatro y juegos, yo me enrolé en el rincón de lectura. Leíamos con los chicos algunos cuentos sencillos en árabe. Ali era uno de ellos. Tenía 8 años y me hacía acordar al personaje de Rodrigo Noya en «Valentín» (2002). La misma edad. Los mismos lentes. Seguía las palabras con el dedo y leía muy despacio. Me contó que quería ir a la escuela. Había llegado a Chatila en abril, huyendo de la guerra, y no lo habían dejado inscribirse. Su papá había perdido una pierna. No tenía trabajo, «todavía», recalcó. De su madre no llegó a contarme nada. Simplemente se puso a llorar despacio. Se le caían las lágrimas. No sabía qué hacer. Le dije que podía ser lo que quisiera. Que esta situación era solamente temporal. Que tenía que proponerse un sueño y alcanzarlo. Se mordía el labio de abajo y asentía con la cabeza. «Quiero volver a la escuela», repitió. Y seguimos leyendo juntos ese librito que contaba la historia de una abeja. Me senté frente a la computadora cuando volví del campamento. Quería escribir en este blog la historia de Ali. Tardé más de dos años en hacerlo, hasta hoy.
Según las cifras de ACNUR, el conflicto en Siria ha generado hasta ahora tres millones de refugiados formales y seis millones de desplazados internos. Se ha cobrado más de cien mil vidas. Hoy esta anécdota se pierde en un mar de muerte, pobreza, marginación y supervivencia. Pero de algún modo es mía. A Ali lo recuerdo con frecuencia. Me gusta imaginar que es el mejor alumno de su clase y que se preocupa por los demás. Que todo esto lo hará más fuerte, solo que él todavía no lo sabe. Que podrá volver a su Siria natal dentro de algún tiempo. Que mientras tenga un sueño, habrá esperanza.
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Fascinante relato… Recomendado
¡Muchas gracias Roger! Lamentablemente no es un lugar de fácil acceso. De hecho tuvimos algunos inconvenientes con los estadounidenses que visitaron el campo en medio de Ramadán comiendo y tomando. Generó algunas rispideces. Sin embargo fue una gran experiencia. ¡Un abrazo!
Me abrió los ojos. 25 años tiene ese campo de refugiados. Rip.
¡Muchas gracias Michael! El campo de refugiados es mucho más antiguo, creo: es de 1950 aproximadamente, cuando los palestinos salieron de Israel después de la primera guerra Árabe-Israelí. Te recomiendo que leas este artículo sobre el tema: https://es.wikipedia.org/wiki/Nakba