Ayer la Internet me permitió cruzarme con un paisano que me dijo que el Líbano era un invento que se le ocurrió a los franceses después de la 1ª Guerra Mundial, hacia 1918. Si bien el tono despectivo me puso de mal humor, preferí ilustrarlo en lugar de descalificarlo. Y, como soy insistente, hoy recordé esta anécdota, que les paso a relatar.
Cuando los otomanos llegan al territorio libanés, éste estaba en manos de distintos clanes. Al este de Beirut, sobre la montaña, vivían los Arslan y los Tanukh, que habían llegado al país en tiempos de los omeyas (s. VIII) y luego promoverían la fe drusa. También drusos, los Maan llegaron algunos siglos después y se ubicaron con ellos. Los sunníes de la familia Sayfa dominaban Trípoli y su zona adyacente. Los Assaf y los Chehab, también sunníes, se ubicaron en la montaña, al norte y al sur de los drusos, respectivamente; a los últimos además se les confió el naciente del río Litani. Los Harfush, chiítas, se ubicaron en Baalbek, en el valle del Bekaa, entre las cadenas de Líbano y Antilíbano (Traboulsi, 2007). Los cristianos maronitas, asentados en la primera cordillera, habían consolidado su presencia hacia el s. IX, con las cruzadas, pero, en lo político, no eran aun actores relevantes, sirviendo en cambio como funcionarios de los caudillos mencionados y como tutores de los hijos de aquellos patriarcas.
Corría el año 922 después de la Hégira. El Emirato de Monte Líbano no se había establecido aun. Los otomanos sostenían sus últimas batallas contra los mamelucos en la zona del Levante. Los nobles libaneses habían atado su suerte a la de Janbirdi Al-Ghazali, virrey de Hama, quien, derrotado por los turcos en la batalla de Marj Dabeq (1516) se trasladó a El Cairo, donde reagrupó sus fuerzas; nuevamente perdió en la batalla de Gaza (1517). El sultán Selim I, asombrado por la fidelidad de Ghazali a su monarca egipcio, el sultán Qansuh Al-Ghawri, a pesar de la victoria segura de los otomanos, le ofreció el elayet de Damasco en febrero de 1518, cargo que aceptó. Fakhreddine bin Othman bin Melhem, patriarca de los Maan, había sentido de cerca los castigos de la Sublime Puerta por el apoyo del clan a los mamelucos: sus mujeres fueron secuestradas, las aldeas se incendiaron y se ordenó decapitar a algunos de los líderes más representativos de la familia. Por tanto, tras la “conversión” de Ghazali, y en un gesto de fidelidad al sultán otomano, lideró en 1518 sus tropas para acallar a los Harfush, una familia al oeste del Bekaa, partidarios de la restauración safávida (Rogan, 2009).
La tradición cuenta que, llegado Selim I a la ciudad de Damasco, Ghazali le presentó a Fakhreddine, que había arribado a la ciudad junto con otros príncipes libaneses, al menos con Jamaleddine Arslan y un representante del clan Assaf. Cuenta el historiador Philip Hitti que Fakhreddine saludó al sultán con una súplica: “prolonga, Señor, la vida del que elegiste para administrar tus dominios, a quien hiciste sucesor de tus pactos, aquel a quien diste poder sobre tus fieles y tu tierra y le confiaste tus preceptos y ordenanzas…” (Hitti, 2002). Luego, le habló por largo rato al alto dignatario sobre la necesidad y los beneficios que traería al Imperio un estatuto de autonomía para la región de Líbano. Aparentemente, Selim I quedó impresionado por su elocuencia. El noble libanés tenía, sin duda, el don de la palabra… Ghazali, por su parte, le otorgó a Fakhreddine una alta dignidad militar en el elayet de Sidón, al mando de un gran número de tropas, como recompensa por su “atrevimiento” frente al sultán.
La anécdota de Ghazali, Fakhreddine y Selim I podrá ser una leyenda, de esas transmitidas de boca en boca, que difícilmente podamos comprobar. Pero lo que sí se puede afirmar es que la constitución de Líbano como polity, es decir, como colectividad territorial con cierta formalidad política, puede rastrearse a partir del decreto que dio origen al Emirato de Monte Líbano en el contexto del Imperio Otomano, en 1523, poco después de aquel comentado encuentro entre ese hábil libanés y el impresionado sultán.