Argentina

Elvira

Atardecer en el mirador de Cuchi Corral, prov. de Córdoba

Andábamos cansados por el Camino de los Artesanos, la vía que une a La Cumbre con Villa Giardino, en Córdoba. Juan buscaba un prendedor de cerámica para regalar, «con forma de ballena», explicaba. Pero, luego de una hora de ruta serrana y polvorienta, la artesanía seguía sin aparecer.

El puestito alejado sería el último, nos lo habíamos prometido. Justamente, era un local de cerámicas. Tampoco encontramos allí el objeto del deseo. «Pero pasen por lo de Elvira», nos dijo el vendedor, al despedirse. «Es una casa, afirmaba, no tiene local a la calle. Prueben ahí».

Estacionamos en el jardín de Elvira, en apariencia habilitado para tal fin. Enseguida salió y nos preguntó que buscábamos. Le hablamos del prendedor. Nos invitó a pasar. Nos ofreció un café. Yo la miré para decirle que no, pero… Juan aceptó la invitación con prontitud. Nos invitó a traer unas sillas y a sentarnos. Yo estaba apurado, nos esperaba un café el bar del Golf, donde el atardecer se veía espléndido. Además, habíamos dejado a otros dos en un museo, que esperaban que los pasemos a buscar. Pero Juan, asombrosamente, parecía despreocupado. Conversamos durante 45 minutos con esta desconocida, muy entrada en años, con tres hijos repartidos en diferentes partes del país, y sin acusar marido alguno. Agnóstica. Artista del metal y del hueso, partidaria de los aros desiguales y las casas con desnivel. Mirada profunda, alegre pero cansada.

En pocas cosas coincidimos con Elvira, y eso que hablamos de todo. Primero: Rosario era, en efecto, una ciudad bellísima, que cada día se ponía mejor. Segundo: los que queremos cambiar el mundo remando  contracorriente estamos, a los ojos de los demás, un poco locos. Era suficiente para congeniar.

Al rato nos despedimos. Entendí recién entonces que el café que Juan había aceptado era un gesto hacia una señora grande y sola. Me quedé sin la puesta de sol en el Golf, y entonces pensé en mi egoísmo pendiente de la acumulación de «capital simbólico». Lo que había sucedido allí era algo mucho mayor, un encuentro inopinado con una historia de vida que buscaba una oreja para ser contada. El café no era el que había planificado, pero en el conjunto de la experiencia, demostró tener un sabor único, propio, muy humano.

Nos dio un fuerte abrazo, «la gente teme abrazar así, comprometerse», afirmó, y me pidió, cuando ya estábamos en el auto, que le salude al Paraná y al Monumento, que la habían visto nacer hacía 71 años.

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