Estados Unidos 2012

La lección de Washington

El Palacio del Smithsonian, centro administrativo del complejo de museos smithsonianos de Washington DC

Tras la declaración de independencia en 1776, el Congreso de la Unión, máxima autoridad política del país, había tenido su asiento en distintas ciudades: Nueva York, Filadelfia, Annapolis… Finalmente, en 1791, se tomó la decisión de establecer una sede para el gobierno federal, y como ningún Estado quería albergar a las autoridades en su territorio, se procedió a erigir un distrito federal en una porción cedida por los estados de Virginia y Maryland, a cambio de que algunas de sus deudas contraídas durante la guerra civil fuesen condonadas.

Hoy Washington es una ciudad de setecientos mil habitantes con un conurbano que alberga otros cuatro millones de habitantes. Elegida por los estadounidenses como la segunda ciudad más impactante del país, arquitectónicamente hablando, se erige como sede indiscutida del poder político. Lo que aquí sucede terminará teniendo consecuencias, de una forma u otra, en otras partes del mundo.

Si la iniciativa privada bajo la forma de los negocios es la característica distintiva del estado de Texas, aquí su condición de asiento del poder se manifiesta en la primera enmienda a la Constitución (1791), pergeniada por Jefferson y Madison, que reza lo siguiente: «Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peaceably to assemble, and to petition the Government for a redress of grievances». Traducido al castellano, «el Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o prohibiendo el libre ejercicio de dichas actividades; o que coarte la libertad de expresión o de la prensa, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente, y para solicitar al gobierno la reparación de agravios».

En resumen, cabe legislación nula o limitadísima sobre las libertades individuales, que son: libertad de religión, de opinión, de prensa, de asamblea y de peticionar ante las autoridades. La legislación, si existiese, sería cuanto menos apelable a los organismos de justicia. Esta primera enmienda, repetida hasta el hartazgo no solo por las autoridades políticas sino también por los ciudadanos de a pie con los que pudimos conversar, se constituye en eje fundamental de su conciencia sobre sus propios derechos como ciudadanos frente a la autoridad del Estado.

En la cancha, estos derechos juegan en un contexto mucho más amplio, y aparecen así otros elementos de peso: el poder económico, el tráfico de influencias, las apetencias personales, la diversidad de intereses… Allí, la conciencia de poseer una serie de derechos queda enfrentada a otras variables que condicionan su aplicación. Pero, que al menos existan en el imaginario colectivo, no deja de ser alentador.

James Otis, un joven abogado que, años antes de la Revolución había intentado demandar sin éxito al Imperio Británico por su abusiva política de impuestos hacia las Trece Colonias, es rescatado por Jefferson. Allí, afirma, en los intentos infructuosos de este gordito idealista, que percibía de algún modo que sus derechos eran violados por una autoridad extraña y se creía facultado para hacerle frente al poder más grande de su tiempo, la Revolución, gestada posteriormente, había sido concebida.

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